Siendo sólo un muchacho,
partí a tierras lejanas en un intento de búsqueda artística, para conocer la
vida de las vanguardias, los cafés, el existencialismo y los museos del centro
de Europa. Es demasiado tarde para juzgar ahora, volviendo la mirada al pasado,
si tomé la decisión correcta. Es fácil opinar sobre hechos ya ocurridos cuando
se ven en perspectiva, lo que me lleva a pensar que esa objetividad de la que se
dispone en dicho momento carece, de hecho, de realismo. Como más tarde
descubriría, la vida no es un mapa que uno va trazando lenta pero
conscientemente, una ruta que uno mismo puede marcar; es más bien un viaje en
barco: irregular, lleno de tormentas, mareas y terremotos que uno debe
sobrepasar y que, en la búsqueda de la felicidad dentro de esta dinámica
incierta, uno va ajustando las velas cada momento, redirigiendo así su brújula
interior.
En cualquier caso, fuese o
no fuese una buena decisión la que tomé, algo sí es innegable: fue una época
que me cambió profundamente. No hablo de esas filosofías trilladas de libro de
autoayuda barato. Tampoco estoy hablando de un viaje necesariamente místico. Me
refiero a que, durante mis años en el extranjero, pude conocer tantos nuevos
lugares, nuevas costumbres, personas de nacionalidades y lenguas tan dispares y
verme en situaciones tan desconocidas para mí hasta la fecha que, queriendo o
en contra de mi voluntad, fueron calando en mí poco a poco, abriendo mi mente a
nuevas creencias que jamás pensé posibles. Puede que ni siquiera fuera
consciente de ello, pero mi interpretación del mundo se fue remodelando día
tras día en el interior de mi mente.
Sin embargo, algo sucedió
durante aquellos años de lo que jamás me arrepentiré. Esos años fueron los que
me vieron nacer como escritor. Siempre había llevado la pasión por la escritura
dentro de mí, pero durante mi estancia en esos nuevos paisajes en los que dejar
divagar mi imaginación y mi encuentro con esas otras almas perdidas con las que
entablé amistad me di cuenta de que no estaba solo. Ser escritor no es una
enfermedad. Puede que uno tenga una mente un poco más atormentada de lo común,
pero nada tan raro que no pueda curar una tarde de charla literaria con unos
buenos amigos en un café de Bruselas. Entre ellos me sentía acogido. Los
conocía bien poco y, aun con todo, sentía como si estrechos lazos nos hubieran
unido desde siempre; como si conocerlos no hubiera sido un primer acercamiento
sino un deseadísimo reencuentro después de largos años de terrible separación.
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