Café "La Closerie des Lilas", en París, punto de encuentro de escritores. |
Rondábamos los
veinticinco años y nuestros planes no habían acabado prosperando como nos
imaginábamos cuando decidimos dejar nuestros hogares por un futuro en la gran
urbe. Cansados de la rutina diaria, de trabajar precariamente y no poder
ganarnos la vida con nuestro arte, nos encontrábamos todos los martes por la
noche en La Closerie des Lilas para
poder despertar, aunque fuera por tan sólo una hora, de la letárgica nebulosa
en que se habían convertido nuestras vidas.
El olor a canela
embriagaba mis sentidos y me adormecía lentamente sobre la hoja de papel que
sostenía entre las yemas de mis dedos. Por todo el local resonaba el eco de los
pensamientos en voz alta de la gente que lo llenaba, que desprendían furor y
excitación. Aquél era un café al que se iba a meditar, a filosofar, a escribir,
a crear. Era un punto de encuentro de viajeros intrépidos en busca de las
claves del pensamiento futuro. No sabría decir si lo que buscábamos eran
respuestas o, por el contrario, estábamos hambrientos de más preguntas, de
situaciones que trastornaran nuestras creencias y nos hicieran ver el mundo
desde una nueva perspectiva. Lo que sí puedo decir es que éramos jóvenes y que
esos encuentros eran lo que nos permitía sentir que no estábamos solos en
nuestra exploración estética, que no éramos delirantes amantes del arte
perdidos en medio de un camino inescrutable. De vez en cuando nos sentíamos
aislados de la sociedad, unos inadaptados patológicos, pero la lectura de un
solo poema en nuestro café prendía la llama necesaria para seguir creyendo en
el valor de nuestra causa intelectual.
Levanté la mirada
del libro e intenté, con dificultad, volver a la realidad. El reloj indicaba
que sólo faltaban cinco minutos para la medianoche. Hugo, Jean-Jacques y Henri
no tardarían en llegar. Yo trabajaba hasta altas horas de la noche y raramente
podía acompañarlos en sus paseos nocturnos, que eran una curiosa combinación de
conversaciones a la luz de un cigarrillo y un intento – a veces efectivo – de
conocer a nuevas bellezas que llamaran la atención de sus caprichosos ojos.
Henri, que pintaba figuras femeninas, a menudo encontraba alguna nueva
conquista que llevar al café y endulzar así la cruda seriedad de nuestros
monólogos.
Una vez más me
había dejado llevar por mis reminiscencias, que nunca abandonaban mi concurrida
mente. Oí unas risas y supe que habían llegado Jean-Jacques y Henri con su última
conocida, Louise. Se acercaron a mí y se sentaron en la mesa que les había
estado guardando.
–¿Dónde está Hugo?
–pregunté.
La cara de
Jean-Jacques se torció inmediatamente. Una sombra enturbiaba sus facciones.
–Se ha quedado en
vuestro piso, entretenido con una carta. Dijo que estaba atareado organizando
vuestra correspondencia.
Hugo era mi
compañero de piso desde hacía un par de años, además de un metódico compulsivo.
A raíz de la negativa que representaba aquella carta a mi nombre dejé de escribir. Tal vez no se trató de un firme punto y final, pero nunca más me dispuse a escribir con la misma ilusión e inocencia de antes. Recuerdo que al día siguiente, después de leer la carta del editor una vez tras otra durante horas, entre sollozos, nervios y desesperación, lancé al fuego mi manuscrito.
Así pues, pasado el
incidente me encontré sumergido en mi primera etapa de sequía literaria. Aun
con todo, seguía frecuentando La Closerie
des Lilas para estar con mis amigos y mantener conversaciones que dieran
sentido a mis días. Ellos comentaban, entre risas, cómo un genio como Rimbaud
había dejado de escribir algunos años antes de llegar a mi edad y cómo, no
obstante, su obra sería inmaculadamente eterna. Sé que ellos intentaban
consolarme, pero yo no era ningún Rimbaud, y los meses pasaban sin que tuviera
la tentación de sostener de nuevo mi pluma.
Cojo mi copia de
las Obras Completas de Arthur Rimbaud
y la abro por la última página. Es aquí donde ha permanecido, durante todos
estos años, la carta del editor. La sostengo entre mis dedos pero, temblorosos,
dejan que caiga al suelo. Ahora soy ya viejo y, desde el sofá de mi casa en
Burdeos, con mis pesados brazos y mis manos imprecisas, no puedo evitar anhelar
el pasado que podría haber tenido de no haber sido por mi poca estima,
confianza y perseverancia en mi juventud. Vuelvo la vista hacia el libro que
descansa sobre mis piernas y una frase breve escrita en la diminuta letra de
Hugo llama mi atención: “Nunca nos cansaremos de nuestros paseos por la orilla
del Sena y de las noches delirando en la Closerie.
Amigo Rimbaud, el futuro se despliega infinitamente ante nosotros.”
Sophie-Marie
Galliard
Traducido por la autora de la versión original
en catalán,"Pels cafès de París"